Podría contarse la historia de la revolución cubana como una serie continua de descalabros. Mientras en la política internacional, el ego de su único líder la catapultó a niveles de influencia no acordes con su potencial dentro del escenario mundial, en lo interno, lo poco positivo que puede mostrar se hizo con dinero ajeno. Todo lo demás, o casi, ha sido una compilación de fracasos que ha conducido al país al calamitoso momento actual.
La Tarea Ordenamiento podría parecer un voluntarismo más de los intentados por el castrismo: Zafra de los Diez Millones, Cordón de La Habana, Cuenca Lechera o cualquier otro megaproyecto que hoy duerme en la papelera de la historia. También podría pensarse que es otro de los “experimentos” que el Gobierno posfidel ha emprendido con tanta frecuencia para mantener al pueblo a la expectativa y con la sensación de que se evoluciona, pero que son meras técnicas retardatorias del cambio verdadero, puro conservadurismo.
No es el caso. La Tarea Ordenamiento es una verdadera transformación. Entre todas las malas opciones que tenía el Gobierno para mantener las cosas como están —ellos mandando y el pueblo sojuzgado— esta es la que eligieron como menos mala. Y esta vez no solo quieren, saben que su supervivencia depende de que triunfe.
La apuesta es alta.
Por primera vez en muchos años el Gobierno se siente obligado a hacer cambios importantes en la economía. La dupla Raúl-Canel no tiene ni la sombra de la legitimidad que disfrutaba Castro I. El régimen, que se niega a buscar legitimidad formal mediante un voto libre, debe encontrarla en esa tranquilidad social en la que el cubano cree vivir dentro de su isla-jaula, pero esto necesita un sostén económico, y la gente necesita sentir —les urge— que las cosas están mejorando.
Si los análisis previos de la situación del Gobierno cubano ya revelaban un estado desesperado —ni tiene dinero ni tiene quien se lo dé— que lo induce por primera vez a intentar con seriedad el desarrollo económico autónomo, los pasos riesgosos que está dando para lograrlo —otra cosa es si son los adecuados— confirman el diagnóstico.
La Tarea Ordenamiento es, resumiendo, una redistribución de la poca riqueza que va quedando para crear incentivos que energicen la economía. Sin embargo, repartir el dinero de diferente forma no crea riquezas, solo cambia el acceso a la existente. A aquellos que no trabajan para el Estado les disminuye de manera importante este acceso, mientras que a aquellos que sí trabajan para el Estado les aumenta. Se supone que esto los estimule a trabajar más, al menos eso espera el Gobierno que ocurra, y que ocurra antes de que la inflación no elimine el afecto.
La cuestión entonces es si este novedoso modo de repartir será condición suficiente para que los trabajadores produzcan más.
Si esta redistribución llamada Ordenamiento no induce ese aumento notable de la creación de riquezas que espera el Ejecutivo, las consecuencias serán desastrosas para mucha gente. Porque el diseño de la repartición que está acometiendo el Gobierno hace que por primera vez estar desempleado en la Cuba comunista será tan negativo como estar desempleado en el capitalismo.
Además de lo anterior, no se percibe cómo el Gobierno podrá aumentar la oferta laboral que va a inducir al debilitar las redes de protección social que por décadas caracterizaron al sistema castrista y que ahora dan en llamar “gratuidades indebidas y subsidios”. Esta situación sostenida puede provocar un aumento considerable del ya existente descontento social.
Un riesgo macroeconómico aun mayor es caer en una espiral inflacionaria —de la cual salir es harto complejo— debido a la inyección monetaria brutal en condiciones de una escasez aún más brutal. El único modo que tiene el Gobierno de evitar tal extremo es topar los precios administrativamente, algo que ellos saben —por experiencia propia— surte efecto solo durante un tiempo.
La Tarea Ordenamiento es un movimiento tan arriesgado que muestra a las claras la desesperación gubernamental. Se lo están jugando todo. Si esto falla, el margen de maniobra económica que les queda es realmente estrecho. Tendrían, entonces sí, que dar pasos para liberalizar la economía: reconocer la empresa privada, abrir el comercio —incluido el internacional— y permitir la inversión extranjera directa sin mediación estatal. Todo lo cual, inevitablemente, conducirá a transformaciones políticas.
El tiempo juega en su contra.
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