May 6, 2024

Caibarién: la aldaba oxidada del polo turístico

Caibarién: la aldaba oxidada del polo turístico

La ausencia de turismo ha aniquilado a Caibarién, se ha convertido en un pueblo mustio con edificios opacos

Caibarién
(Foto de la autora)

VILLA CLARA, Cuba. – “Hace un año había muchísimos turistas en Caibarién. Se paseaban por la playa y les hacían fotografías a los pescadores. Muchas veces se llevaban el pescado más grande para el hostal por 10 o 20 chavitos, según el tamaño y la clase. A los turistas les encanta el pescado”, asegura Andrés, un viejo que recoge botellas vacías en un largo trayecto desde la playa hasta el malecón. Lo hace por las tardes, luego que abran los pocos establecimientos recreativos de esa zona.

Antes, Andrés recogía latas para venderlas a materia prima. Las botellas le pesan más, pero se las pagan mejor, para rellenarlas con puré de tomate. “Ahora no hay latas, porque nadie toma cerveza ni refresco en la calle, porque no hay refresco ni cerveza”, repite. Tanto Andrés como los pescadores o los propietarios de hostales echan de menos a los turistas que recorrían la Villa Blanca.

Caibarién, junto a Placetas y Camajuaní, siempre ha sido reconocido entre los villaclareños como un municipio próspero, de negociantes, de “gente maceta” que destina gran parte de su economía para fabricarles lujosas fachadas a sus viviendas. Su posición geográfica, al norte de la provincia, propició numerosas fugas mar adentro a finales de los ochenta y principios de los noventa. El pueblo de Caibarién ha vivido por décadas del mar, de la emigración y del turismo internacional.

“Yo estuve presente cuando se fabricaban los chapines dentro de las casas para que la policía no los cogiera. Por las noches los sacaban al mar y se iban familias enteras. Vi a muchos irse y después volver a Caibarién como ricos, a invertir en casas y paladares. No iban para Los Cayos, venían para aquí, a gastarse el dinero aquí”, recuenta Andrés. “Ahora no dejan construir chapines con punta porque las puntas rompen las olas y los hacen más ligeritos. Tienen miedo a que la gente se vaya. Hay pescadores que los hacen así, para avanzar más, pero los tienen guardados porque eso es ilegal”.

Cuando había pocos hoteles en Los Cayos, muchos caibarienenses se endeudaron e invirtieron miles de pesos para acondicionar una o dos habitaciones en sus casas dedicadas al negocio de la hostelería, tanto en el verano como en la temporada alta de turismo, que coincide con el invierno en Cuba. Por aquel entonces, casi todas las viviendas cercanas a la playa ofrecían cama y comida a los extranjeros interesados, sobre todo, en practicar la pesquería, alquilar pequeños barcos y mezclarse con la gente del lugar en busca de folclor.

 

Al tiempo en que se inauguraban poblados de atrezo y se levantaban grandes inmuebles en Cayo Santa María, Caibarién iba corroyéndose sin remedio por el abandono y la desidia. La puerta hacia los Jardines del Rey comenzó a lucir despintada. Los ómnibus que trasladan a los turistas hacia la cayería norte de Villa Clara pocas veces entran a Caibarién. Antes de la llegada al icónico cangrejo que identifica a la Villa Blanca doblan a la derecha y se pierden en una carretera que los desvía directamente hacia el pedraplén.

“Antes, las guaguas entraban una detrás de otra y los extranjeros se bajaban a pasear. Algunos se pasaban unos días en los hoteles y después venían para acá”, asegura Isabel Gómez, expropietaria de un hostal ahora convertido en merendero hasta que lleguen los meses de verano. “Después, los choferes se empezaron a desviar. Dicen que para cortar camino, pero la verdad es que han dejado destruir el centro de la ciudad y a lo mejor no querían que los extranjeros lo vieran así de feo. El salitre acaba con los edificios, pero la falta de mantenimiento es el peor de los males”.

En los numerosos puestos de venta desperdigados por toda la calle principal de Caibarién, los trabajadores por cuenta propia ofertan galletas criollas a 25 pesos y cigarros revendidos. La gente se mueve por el pueblo en motorinas importadas o acarician sus perros chihuahuas en los portales. Un motor con batería de litio, una buena casa y un perro de raza minúsculo parecen certificar cierto estatus de solvencia en el poblado norteño.

Alrededor del mar, las mansiones de dos pisos contrastan con las covachas de madera en las que se vende ropa importada con poca salida. En algunos de estos puestos se podía encontrar champú, gel de baño, protectores solares o pequeños jabones junto a toallas y sábanas “extraídas” de los hoteles. Mucha gente en Caibarién también vivía del contrabando.

“Antes de la pandemia, los extranjeros traían varas buenísimas y hasta nos las dejaban, porque eso allá no debe costar tanto. Algunos venían, incluso, a consultarse o a filmar videos de santería”, relata Alberto, un pescador de la zona empeñado en prender la carnada, consistente en pequeñas mojarras para empezar la “jugada” de la noche. Lo que logra pescar suele vendérselo a algunos paladares de la zona de acuerdo a las libras y a la calidad del pez. “Los turistas eran la salida de este pueblo, incluso para los propios paladares. Casi ningún cubano pide platos caros. Además, en este tiempo, la gente que estaba contratada en Los Cayos se quedó sin trabajo y han tenido que lucharse la vida con otras cosas”.

La ausencia de turismo ha aniquilado a Caibarién, se ha convertido en un pueblo mustio con edificios opacos. El pueblo pareciera haberse oxidado en ocho meses y sus calles, otrora jolgoriosas y prolíferas anochecen calladas y vacías. Solamente, durante el día, una larga fila de personas se extiende frente a la tienda MLC con el sugerente nombre de 31 y pa´ lante, como aquella vieja consigna de finales de los ochenta. Para la mayoría de los caibarienenses, el pedraplén sigue luciendo lejano, tan lejano como sus hoteles, los resorts que garantizan la subsistencia de la Villa Blanca.

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Laura Rodríguez Fuentes

Periodista. Ha escrito para Vanguardia, OnCuba, La Jiribilla y El Toque. Reside en Villa Clara