Antier llegué a la Florida después de un viaje de cinco días a Cuba. Hacía unos cinco años que no iba, pero se unieron una serie de factores que me llevaron a decidirme por La Habana y no Bahamas o Cancún.
El más importante de todos fue mi madre de 82 años, y que uno nunca sabe cuándo será la última vez que la pueda ver. El segundo fue una cadena de acontecimientos que comenzaron con la rebelión del Movimiento San Isidro por el injusto encarcelamiento de Denis Solís, a lo que le sumamos la decisión del escritor Carlos Manuel Álvarez y la artista Tania Bruguera de dejar la comodidad de sus hogares con su seguridad y libertades plenas fuera de Cuba para jugarse su existencia en pleno incremento de la represión. No me quedaba otra salida que ir para allá. Ellos me inspiraron a este viaje.
Llegamos a Cuba el martes 2 de diciembre muy temprano. A casa de la vieja, que vive en el Vedado, llegamos dos horas después. Por todo el camino las imágenes de rincones y lugares que marcaron mi vida entraban a gran velocidad. La arquitectura y las calles quedaron estáticas 25 años atrás. Como si las calles ya no aguantaran un hueco más, como si las casas hubieran renunciado a la pintura como una vieja que odia el colorete.
Algo nuevo noté. Unos de los pasatiempos nacionales, hacer cola, estaba en un alza que yo nunca había visto. No solo eso, sino que la causa de las colas también se había deteriorado. Como si el valor del tiempo de los cubanos se hubiera devaluado como una moneda vieja y desusada.
Hacían colas largas y aglomeradas por un poco de detergente o un trozo de pollo. Todo esto en medio de una pandemia que el Gobierno de Cuba ha utilizado para arreciar el control sobre sus ciudadanos. Algunos más que otros.
En casa pasé unos días conversando con mi madre y discutiendo con mi mujer sobre cuándo era el mejor momento para ver a la gente que se estaba jugando sus días por nosotros. Quedamos en que, a sabiendas de las reacciones del Gobierno, dejaríamos una posible conversación (que aún no habíamos acordado) con Tania Bruguera, para los últimos días de nuestra estancia.
Pero en Cuba planificar algo es un delirio, sobre todo si las personas con las que te quieres reunir están en constante acoso. En el caso de Tania, un par de días después fue violentada en plena calle por las fuerzas de la policía política y no supimos de ella.
La oportunidad se dio cuando una amiga de la familia nos invitó a una descarga de un trovador al que queremos mucho, casualmente a unas cuadras de San Isidro y Damas. Decidimos pasar por la casa donde todo había comenzado. Damas 955.
Allí no había ni una sola patrulla, y dentro de la casa había luz y varias personas conversando, a quienes preguntamos por la salud de Luis Ma.
Una de las mujeres que estaba en la sala me preguntó un poco en broma y un poco en duda, si a mí me había enviado Díaz Canel. No había terminado yo mi carcajada cuando apareció desde el centro de la calle pobremente alumbrada Luis Manuel Otero Alcántara, que sin nunca habernos visto en su vida y sin hacernos ningún tipo de preguntas nos extendió la mano. Bienvenido a San Isidro. Yo agarré la mano y la utilicé como palanca para darle un fuerte abrazo y decirle de cerca ¡No están solos. Cuba está contigo!
Luis Manuel nos mostró las frescas evidencias del ácido que habían tirado por el techo y la puerta destrozada que hacía poco tiempo habían machacado con el ánimo de crear terror y confusión. Luis Ma nos comentó que habían instalado múltiples cámaras de vigilancia.
Después de una corta visita nos despedimos y nos fuimos a escuchar a nuestro amigo disparar con la guitarra recuerdos y pedazos del pasado que hicieron que a mi mujer y mí nos empujaran de regreso a una Cuba que no se descolora, a esa que solo existe en la memoria.
Al llegar a casa mi madre me recibió con un “Tengo malas noticias. La Policía estuvo aquí”.
Ella nunca les abrió la puerta y por lo tanto no recibió ninguna citación, pero el policía dejó claro que había que estar al día siguiente a las 9:30AM en la estación de Zapata y C para una “entrevista policial”.
Inicialmente habíamos decidido no ir. Como decía mi mujer: “¿Cómo nos vamos a entregar así de fácil y voluntariamente a la Policía sin una citación oficial?”.
Pasadas las 10:00AM nos enteramos el por qué no quedaba otra opción que ir.
El capitán Radamés llamó por teléfono a la casa para preguntar cómo era posible que fueran las 10:00AM y aún no estábamos en la estación. Y dejó caer que, aunque viajáramos pronto, mi madre se quedaba en Cuba. Después de esa frase, claramente había que ir para allá.
Nos estaban esperando cuatro personas: el capitán Radamés, uno que nunca dio su nombre, pero le llamaban “el político” y dos señoras que decían que eran de Salud.
Mi mujer jamás había entrado en una unidad de policía, pero su padre fue interrogado y acosado años atrás por la Seguridad del Estado, así que estaba muy tensa. Yo ya estaba preparado para lo que fuera.
Nos informaron que la prueba PCR de Covid-19 que nos hicieron al entrar al país era negativa, pero que al salir de casa estábamos incurriendo en un delito de propagación de epidemias que podría conllevar a una sanción de privación de libertad de tres meses a un año. Esa no me la esperaba. ¿Tirarme a la cárcel por un año solo por salir de casa cuando mi prueba había dado negativa? Pero la conversación seguía en otra dirección. Parecía importar poco el tema de la pandemia, pero sí una visita que habíamos hecho.
Después de media hora de discusiones que incluyeron debates de epidemiología, donde la enfermera parecía y sonaba más como una carcelera que alguien que realmente le interesara su profesión, el capitán pidió a las “trabajadoras de la salud” que salieran de la oficina y nos dejaran solos con el político.
“Nosotros tenemos conocimiento de que ustedes fueron a visitar a Luis Manuel Otero Alcántara”, soltó el político como si hubiera estado esperando este momento para descender su poder sobre nosotros.
Eso respondía a mi inquietud de qué hacía realmente un político en un tema de pandemia. Entonces le dije: “Vamos a acortar el tiempo porque usted sabe que yo no tengo aquí ninguna representación legal y mucho menos ningún derecho. Díganos qué quieren hacer”.
El policía interceptó y dijo que en esta ocasión nos iban a poner una multa, pero “sepan que ya estamos detrás de ustedes y si dan un paso en falso les vamos a aplicar toda la fuerza de la ley”.
Salimos de la estación cargados de amenazas y cagados del miedo sabiendo que con las arbitrariedades de un país donde la ley se aplica al antojo de unos cuantos y de forma expedita las vacaciones de cinco días se podían transformar en un infierno en una cárcel cubana.
Los próximos dos días los pasamos sin salir de casa aterrorizados y con una paranoia que veíamos policías en todas partes.
El lunes a las 4:00AM sonó el despertador. Llegó la hora de partir. No veíamos el momento de pisar tierra firme fuera de Cuba. El vuelo era a las 8:00AM y nos llegó el momento de pasar por Inmigración.
Ya yo estaba alcanzando esa etapa en que el cuerpo y la mente están tan fatigados del miedo que empiezas a sentirte inmune a él. Comienzas a reírte de forma nerviosa de todo y solo basta que alguien te mire por más de 30 segundos para que lo mandas a la mierda de forma espontánea.
Le dije a mi mujer: “Esto se acabó. Ni un miedo más. El miedo es una reacción natural humana, pero el coraje es una decisión. Hoy, los dos vamos a tomar esa decisión y esta gente carecerá de poder sobre nosotros”.
Ella pasó por Inmigración en menos de tres minutos. A mí me dijeron que mi pasaporte necesitaba más revisión, que me apartara y dejara que los otros pasajeros pasaran.
Pasó una hora y comencé a ver cómo uniformados del MININT iban de un lado a otro con mi pasaporte. Primero un mayor, después uno sin uniforme y por último un coronel.
Se acercaba la hora del vuelo y no había signos de que lo mío se resolviera con un final feliz, así que me preparé para lo peor. Pensé: “Ojalá que Liliet se monte en el avión. Mi única protección es que ella llame a los medios y denuncie en las redes mi detención arbitraria”.
Finalmente, el coronel de la Seguridad del Estado me llama a un cuarto de interrogatorio donde también estaba el llamado “político” de Zapata y C. Ya en este punto estaba preparado para todo.
“¿Qué viniste hacer a Cuba?”, me pregunta el coronel. “Vine a ver a mi madre”, le respondí.
“Vamos a dejar la farsa que sabemos que viniste a encontrarte con Luis Manuel Otero Alcántara”, me increpa el interrogador.
“No hay ninguna farsa, vine a ver a mi madre, pero tuve la tremenda suerte de encontrarme con Luis Manuel, a quien admiro mucho por la lucha en la que se ha embarcado.”
A medida que avanzaba el interrogatorio donde me preguntó desde mis vínculos con Martí Noticias donde hace más de dos años que no trabajo, mis relaciones con Eliecer Ávila y con el resto del grupo de San Isidro a quienes no tuve el honor de conocer, me di cuenta de que el miedo ya no existía, sino que comenzaba a sentir una paz interna y una serenidad para discreparle cuanto argumento vacío me sacaba de su arsenal.
Fue algo inesperado cómo pasé de un pánico paralizante a sentirme controlando el interrogatorio y todos los argumentos en que nos metíamos.
Finalmente me dijo que yo no lo iba a convencer, pero que tuviera mucho cuidado que con un plumazo me podía destruir la vida. El interrogatorio terminó cuando le dije que eso ya lo sabía, que nosotros también tenemos plumas y tienen más impacto del que usted se imagina.
Después de eso me soltaron y pasamos a esperar embarcar a un vuelo totalmente paralizado que no dejaron salir hasta el mediodía.
Ya en el aire Liliet me contó que a ella también la habían interrogado por media hora y que ya ella había soltado todas las alarmas por redes sociales de que me tenían retenido.
Con el hombro recostado en el asiento intenté en vano conciliar el sueño. Me sentía muy cansado, pero con imposibilidad de dormir. En medio de todas las imágenes que me recorrían la cabeza sobre el interrogatorio pasaba una sensación de alegría, cosa rara, mezclada en medio de tanta mierda.
Creo que cuando perdí todo el miedo y le dije en su cara al interrogador todo lo que pensaba sin matices ni tapujos me sentí por primera vez libre en Cuba.
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