En la historia de la medicina casi nunca las cosas comienzan por el principio sino por el final; las consecuencias y después la causa: primero la enfermedad, después el cómo, el cuándo. El hombre descubre una serie de síntomas y signos de un proceso mórbido, lo agrupa en síndromes —quiere decir concurso o proceso— y eso conduce a identificar cierto padecimiento. El método no difiere de una pesquisa policial. No por casualidad Arthur Conan Doyle era médico, y el doctor Watson su alter ego frente a Sherlock Holmes.
Esa parte del diagnóstico se conoce como clínica: interrogatorio y examen físico. Es confirmado o negado por exámenes complementarios dentro de los que se incluyen los imagenológicos —rayos X, sonogramas, tomografía—, de laboratorio, y pruebas psicométricas en el caso de los trastornos mentales. Para tener una idea aproximada, el razonamiento clínico puede ser más del 70 por ciento de un diagnóstico certero.
Es imprescindible este pequeño repaso para comprender lo que pudo suceder con los diplomáticos norteamericanos en La Habana. Por imperativos de espacio resumimos: unas dos decenas, en diferentes locaciones, sintieron extraños sonidos y después padecieron problemas de memoria, desequilibrio y poca concentración. Algo similar fue reportado por diplomáticos canadienses.
Las tomografías comprobaron daños orgánicos en los cerebros: diferencias en las sustancias blanca y gris, en la integridad de microestructuras del cerebelo y en la conectividad con áreas de la audición y la visión espacial. Con todos estos elementos, la comisión investigadora de las Academias Nacionales de Ciencia, Ingeniería y Medicina (NASEM) de EEUU concluyó, tras años de seguimiento, que fueron ondas de radiofrecuencia las que ocasionaron contusiones cerebrales en los diplomáticos —daño orgánico, no la conmoción cerebral que sucede en el knock out del boxeo.
Lo que continua en el misterio son los objetos que produjeron esas ondas de radiofrecuencias, dónde estaban emplazados, quién dio autorización para usarlos contra civiles. Esa parte de la investigación corresponde a las autoridades cubanas. Pero todavía hoy niegan que hubo daño demostrable en los cerebros de los norteamericanos y canadienses siniestrados.
Al aparecer los primeros casos, investigadores del Centro Nacional de Investigaciones Científicas (CENIC), científicos conocidos y hasta ese momento dignos de admiración, pusieron en duda la credibilidad de sus colegas norteamericanos. La prensa cubana descalificó, en su labor de sicario mediático, a varios expertos médicos de reconocido prestigio internacional. Se insinuó, incluso, que algunos, por residir en la Florida, podían estar politizando el tema.
En el colmo del ocultamiento, un profesor de psicología y un neurólogo cubanos sugirieron la posibilidad de histeria masiva entre el personal de la embajada. En la histeria, y ellos lo saben muy bien, no hay daño orgánico. Se trataba, además, de personal escogido por la seriedad de la misión en Cuba, es decir, cujeados en menesteres de inteligencia y contrainteligencia, no de pacientes en un hospital de día.
¿Qué hubiera pasado si el Gobierno cubano aceptaba la responsabilidad, hasta por error, y pedía disculpas? ¿Cómo debería haber respondido el gobierno norteamericano? ¿Fue una coincidencia que se destapara el caso a inicios de la administración Trump —mediados de 2017— aunque sucedieron al final del mandato de Obama? ¿Fue una prueba de control al nuevo inquilino de la Casa Blanca? ¿O una irresponsable manipulación de una técnica compleja por parte de los temerarios muchachones de la Seguridad del Estado?
La primera pregunta pudiera contestar en parte las demás. Si el Gobierno cubano aceptaba públicamente su responsabilidad se ponía en camino de colusión militar con Estados Unidos. La guerra hubiera sido inevitable. Sobre todo, con un bravucón Donald Trump estrenando presidencia. Sucedió, digamos, lo que Cuba y la nueva administración deseaban: agua al dominó. No es descabellado pensar que los cubanos mienten del mismo modo que los yanquis se han hecho los locos sabiendo lo que sucedió en La Habana con pelos y señales.
La historia, madre y maestra, parafraseando la encíclica, nos recuerda que la llamada Crisis de los Misiles puso el mundo al borde de la desaparición. Estaban los cohetes nucleares y el régimen cubano lo negaba hasta que las fotografías demostraron sus emplazamientos. Entonces Kennedy no tuvo otra opción que rodear la Isla y dar un ultimátum. Donald Trump ha evitado iniciar conflictos armados en el exterior. Y con alta probabilidad, supo desde los primeros días la responsabilidad del Gobierno cubano en el desaguisado. Su opción era la guerra u ocultar lo que siempre conocía por fuentes de inteligencia.
Pero al confirmar científicamente NASEM que los ataques sónicos existieron y provocaron daño a ciudadanos norteamericanos del servicio exterior, la nueva administración tiene una papa caliente en sus manos: exigir por todos los medios, incluido lo militar, la verdad que todo el mundo sabe, o usar los grillos que no le cantan a la luna como moneda de negociación sobre el futuro de la embajada y el libre movimiento de sus diplomáticos en la Isla.
Es un probable final digno de Hollywood: los lesionados, con demandas pendientes en cortes, podrán obtener compensaciones al conocerse el informe científico. Los cubanos, duchos en el arte de desaparecer personas y trastocar el pasado, han limpiado el terreno para que una nueva riada de diplomáticos norteamericanos, cordiales y con deseos de bañarse en Varadero, puedan regresar a La Habana. Todo dependerá del tipo de “ataques sónicos” que reciba el señor Biden en sus oídos.
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