Los prejuicios raciales: ¿herencia genética o adquisición cultural?
Lo primero que hay que hacer es aceptar que en Cuba hay racismo y dejar de negarlo. Solo cogiendo ese toro por los cuernos, se podrá superar esa lacra
MIAMI, Estados Unidos. – ¿Por qué persisten los prejuicios raciales en la sociedad cubana?
Empecemos por decir que ciudadanos de muchas naciones se niegan a aceptar que su conducta social está anquilosada, detenida en el tiempo, cargada de viejos prejuicios. No importa cuán irracionales puedan ser esa conducta y esos conceptos, cuán pasados de moda, cuán irrelevantes, cuán infundados, cuán injustos. Mientras más cerrada ―o sea, inflexible e intolerante― es la sociedad controlada por el grupo dominante que se aferra a esos prejuicios, y mientras más sentido de superioridad ―o sea, arrogancia― posea ese grupo, más profunda serán la negación y más insuperables las exclusiones que se practican.
La ideología de supremacía blanca (o europea), que persiste aún, consciente o inconscientemente, en los países donde se mantuvo la esclavitud de africanos durante más de 300 años, es el andamiaje que sostiene el racismo hacia los afrodescendientes. Ese universo abarca el continente americano completo, desde Canadá hasta la Patagonia. Se sostiene, quizás, porque no se enseña desde temprana edad a los futuros ciudadanos, con fervor y pasión, la verdadera historia, la que nos puede infundir nobleza y justicia. Mirémosnos ante un espejo y hablemos de tú a tú. No será agradable ni fácil.
Si aprendiéramos desde el preescolar que hubo un cubano excelso que se llamó Joaquín de Agüero, que en enero de 1843 liberó a sus esclavos, otorgándoles además terrenos e instrumental de trabajo para que pudieran subsistir, y declarando que lo hacía “cumpliendo un deber de humanidad y de conciencia”, la empatía y un sentido prematuro de orgullo y de amor al prójimo haría latir corazones.
Si se recalcara más, comenzando en el segundo o tercer grado, que el 10 de octubre de 1868 Carlos Manuel de Céspedes emancipó ―aunque con limitaciones― a sus esclavos, y que en diciembre proclamó en Bayamo que “Cuba libre es incompatible con Cuba esclavista”, sería muy difícil sentirse buen cubano y seguir abrigando rencores de índole racial.
Y si en cuarto o quinto grado se enseñara que en febrero de 1869, en Sibanicú, representantes de la insurrección, encabezados por Ignacio Agramonte, dispusieron la abolición total de la esclavitud en la Isla (la disposición fue ratificada dos meses más tarde en Guáimaro, el 10 de abril al redactarse la primera Constitución de la República en Armas, que especificaba que “todos los habitantes de la República son enteramente libres”), ¿qué cubano o cubana podría llegar a la adultez anidando desprecios raciales?
¡Cuán orgullosos de ser cubanos nos sentiríamos si aprendiéramos que aquellos camagüeyanos se adelantaron por 17 años a la metrópoli española en cuestión de libertades humanas! España no se pronunciaría sobre la abolición de la esclavitud hasta el 13 de febrero de 1880, y no la aboliría hasta el 7 de octubre de 1886. Esa “madre patria” con sus etnofobias y demonios a cuesta ¡desde el siglo XIV!
El Ejército Libertador estuvo encabezado por oficiales blancos y negros. La intelectualidad de la época contó con José Martí, pero también con Juan Gualberto Gómez y Martín Morúa Delgado, ambos “de color”. Los mambises que nos dieron la independencia eran blancos y negros, probablemente a partes iguales o tal vez en su mayoría negros recién emancipados. Claramente, no hay estadísticas. Pero lo que sí sabemos es que los veteranos del mambisado negro terminaron siendo excluidos de las esferas del poder ―que era blanco― y de los beneficios que merecían por su desempeño en pro de la independencia nacional.
En su estudio titulado “Mirada crítica a la historiografía cubana en torno a la marginalidad del negro en el Ejército Libertador (1868-1898)”, Ismael Sarmiento Ramírez (Universidad de París III – Sorbonne Nouvelle) explica: “Lo más que se dice es […] que negros y mulatos formaron la proporción mayor de este ejército”. Según Sarmiento Ramírez, el Partido Independiente de Color aseguraba que “hasta el 85 por ciento del total de los soldados que integraron el mambisado” era negro y mulato. Y también el historiador estadounidense, Charles Chapman, quien afirma que “de seguro los negros habían proporcionado la mayoría del Ejército Libertador”.
¿Cómo conciliar, cómo aceptar, entonces, que los sentimientos racistas ―que se manifiestan en los persistentes prejuicios cotidianos, en un hablar despectivo, y que se perpetúan en el racismo institucionalizado― sigan vivitos y coleando en esa Cuba cuya independencia, progreso e identidad se deben en gran parte al trabajo, el sacrificio y la sangre de miles de cubanos afrodescendientes?
¿Cómo es que se sigue diciendo que “la mona, aunque se vista de seda, mona se queda”; que “el negro, si no la hace a la entrada, la hace a la salida”; que “hagámoslo bien, como los blancos”; que “la mulata es el mejor invento de los gallegos” sin pensar por un segundo en las implicaciones de violación sexual que semejante afirmación conlleva; que “la culpa la tiene el totí”, que es un ave negra; que “la cosa está color de hormiga”, o que “el futuro está negro”, ambos comentarios de negatividad; que “hay que adelantar la raza” aparejándose con alguien de la raza blanca, o que “la raza se atrasa” hablando del blanco en unión interracial; que el café es el néctar de “los dioses blancos”…?
En mi columna más reciente (“Cuba: donde las vidas negras no importan”) hice un recuento de atropellos y violaciones de derechos humanos del actual régimen contra la población afrodescendiente en las últimas seis décadas. La lista incluía siete cubanos de color fusilados sumariamente en los primeros años de la Revolución (1959-1965), y tres fusilados en 2003; al menos tres intelectuales confinados en los campos de trabajo forzado de las UMAP; dos víctimas de electroshock punitivo; docenas de presos políticos, incluso de presos plantados; una larga lista de cubanos ―y cubanas― declarados prisioneros de conciencia por Amnistía Internacional; decenas de opositores y activistas golpeados; otros tantos censurados y acosados continuamente; al menos un cubano negro fallecido durante huelga de hambre; miles de afrodescendientes confinados al sistema carcelario cubano (el 80% de los presos).
De los comentarios recibidos, solo tres expresaron asombro y dolor ante el despiadado racismo del régimen. Aclaro: si como escritora, una le llega a tres lectores, ¡enhorabuena! Es una gran satisfacción que alguien entienda, se detenga en la información y se solidarice con las víctimas. Quiere decir que el mensaje les llegó, y que sus corazones aspiran a una sociedad más justa. El resto de los comentaristas esgrimió la crítica destructiva, y eso es lamentable: “¿Por qué no un artículo sobre el racismo de los negros contra los blancos?”; los negros “manipulan el sistema para vivir de eso”; “se hacen las víctimas”; “solo ven y aprovechan conveniencias”; el “enfoque [es] tan racista”; “están enhebra[ndo] teorías truculentas que si en Cuba hay racismo”; “vea los grupos de turbas y actos de repudio: la mayoría de la raza negra”, “ahora quieren promover el racismo que no existe en Cuba”; “están siguiendo el guion de los EE. UU.”.
¿Será que no tendremos remedio?
Quiero pensar lo contrario: quiero pensar que sí tenemos remedio. Los psicólogos culturales ―como la profesora Michele Gelfand (Universidad de Maryland)― afirman que se puede reconfigurar el cablerío del cerebro humano y crear nuevas vías neuronales ―o reforzar las existentes― que generan conductas compasivas y tolerantes. El campo de la epigenética ha corroborado que los hábitos se crean cuando el cerebro repite una conducta, una práctica, por cierto período de tiempo. Así es que se crean las vías neuronales, o sea, las vías de la memoria. Las vías que el cerebro utiliza frecuentemente, se fortalecen; las que no, se debilitan y eventualmente se borran. Los expertos de este campo científico estiman que para cambiar malos hábitos hay que activar hábitos positivos que contrarresten los negativos que se siguen repitiendo.
Si enfocamos los prejuicios ―que son muchos: por razón de clase, de edad, de raza, homófobos, nacionalistas, sexistas, y xenófobos― como “malos hábitos”, entonces poner en práctica sentimientos y conductas contrarios, o sea, hábitos positivos, crearía en el cerebro nuevos surcos de memoria, que llevarían a lograr cambios sociales. Y más: el cerebro se caracteriza por su plasticidad, lo que quiere decir que es maleable y los cambios en las vías de la memoria pueden durar toda una vida, e incluso ser transmitidas a nuevas generaciones epigenéticamente.
Se dice que las culturas desequilibradas producen cerebros desequilibrados. Lo contrario tiene necesariamente que ser cierto. Una cultura racista es una cultura desequilibrada. Una cultura inclusiva, tolerante y desprejuiciada sería una cultura equilibrada. Lograr nuevos surcos de memoria que favorezcan la aceptación y la comprensión humana, esa sería la meta. Puede que lleve muchos años, tantos como los siglos que ha tomado consolidar el racismo y sus prejuicios. Pero visto desde esta óptica, hay remedio. Mas, lo primero que hay que hacer es aceptar que en Cuba hay racismo y dejar de negarlo. Solo cogiendo ese toro por los cuernos, se podrá superar esa lacra.
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