Barrio chino de La Habana renace con sangre oriental y alma caribeña
Por Moisés ÁVILA AFP
LA HABANA
En una mesa de la Casa de Abuelos Lung Kong de La Habana, después del almuerzo, ancianos juegan un tipo de dominó llamado mahjong. Son algunos de los cien chinos de primera generación que quedan en la isla. Sus descendientes, más caribeños que orientales, quieren recuperar el barrio donde crecieron.
A pocos metros del Capitolio, un solitario arco con techumbre ornamentada da la bienvenida al barrio. A primera vista no hay un cambio significativo en el paisaje. Bromean los taxistas que el barrio chino de La Habana es el único del mundo que no tiene chinos.
La primera migración cantonesa a Cuba inició en 1847, con culíes que sustituyeron a los esclavos africanos en las plantaciones de azúcar. Luego llegó una segunda ola desde California, con dinero, que huía de crisis económicas y discriminación.
Se organizaron en sociedades y convirtieron al sector en el mayor barrio chino del continente, con cientos de miles de habitantes, grandes restaurantes, teatros y lujo. Era la Ciudad Amarilla, bautizada así por el escritor cubano Alejo Carpentier.
Pero el flujo migratorio se detuvo con la revolución de 1959. Los que huyeron del comunista Mao Zedong se encontraron con Fidel Castro.
“Hacer un cálculo de descendientes es imposible. Hay chinos de primera hasta de quinta generación. Los chinos naturales, (…) 121 en toda la isla”, explica a la AFP la profesora de historia de Asia de la Universidad de La Habana, María Teresa Montes de Oca Choy.
En sus calles, muchas empedradas, aún quedan edificaciones de esta comunidad de inicios del siglo pasado, convertidas en galerías de arte, centros de preservación de tradiciones o escuelas de artes marciales. Conviven con inmuebles de familias y pequeños negocios totalmente cubanos.
“Desde su nacimiento fue un barrio chino abierto. De ahí esa mezcla que se produjo entre el chino y la población originaria del país y que generó una población excepcional”, explica Teresa María Li, directora de la Casa de Artes y Tradiciones Chinas, dentro del barrio.
Nieta de un chino, también tiene una abuela canaria y otra nacional. “Siento, en primer lugar, como cubana. Pero tengo muy adentro el gen de los chinos y lo defiendo con fortaleza, con sentido de pertenencia”, explica esta mujer de 54 años, con redondos ojos miel.
– Mitad chinos, mitad cubanos –
La migración californiana constituyó el barrio y tuvo un peso dentro del PIB de la isla, pero en 1959 “la ley de nacionalización coge a todos los chinos. Las pequeñas empresas tenían un capital chino considerable”, explica Montes de Oca.
Tras la caída del bloque soviético y la crisis económica de los años 90, algunos restaurantes comienzan a resurgir en el barrio, pero también fueron cubiertos por un manto de deterioro, como gran parte de la ciudad.
Ahora que La Habana se alista para celebrar sus 500 años, recuperar el barrio es parte de las tareas de conmemoración: rehacen el pavimento, mejoran la iluminación y reaparecen actividades culturales tradicionales chinas, para darle un impulso al área que es parte de la memoria de la ciudad.
Sobre la calle Manrique, unos 30 niños reciben clases en la Escuela Cubana de Wushu, arte marcial china tradicional. En una sala contigua donde funcionaba el cine chino, el maestro Roberto Vargas Lee, con su espada o Nandao, instruye a adultos.
Es nieto de chinos y estudió artes marciales en China en la década del 90. Casado con una mujer de Shanghái, tiene dos hijos. Su madre, de 86 años, integró la desaparecida Ópera Cantonesa de La Habana.
“Algunos dicen que no parezco tan chino, otros me preguntan que cuándo vine de China. Es como dice el Tao: todo el mundo puede observar lo mismo, pero verlo diferente”, agrega.
Sus enseñanzas son para todos: “Era imposible en los años 50 o 60 ver un moreno practicando tai chi y creo que eso nos enorgullece, que hayamos podido transmitir esto”, explica.
Llevan la espontaneidad del cubano. Pero, a diferencia de los isleños de La Habana Vieja, que suelen mantener las puertas abiertas de la casa, los de sangre oriental son reservados en su intimidad. Los octogenarios que juegan mahjong prefieren que nadie altere su tranquilidad.
“Es verdad que hay una cierta diferencia en la cultura, pero nos hemos adaptado a eso. Pensamos mucho las cosas, más reservados (…) Hay una mezcla”, dice Carlos Alay Jo, de 60 años, un empresario gastronómico nacido en Cuba.
Su restaurante se llama Guangzhou (Cantón), de donde viene su familia, y se ubica en un pequeño pasaje provisto de ornamentos orientales. El padre de Carlos impartió artes marciales a varios militares de alto rango del ejército cubano.
– Orgullo de resurrección –
A pocos metros de los restaurantes, en una imprenta se prepara la próxima edición del Kwong Wah Po (Diario popular chino) con motivo de los 500 años. Cuando se creó, hace ocho décadas, circulaba mensualmente.
Sus páginas se imprimían en una prensa estadounidense de 1849. Aún conservan los tipos con pictogramas chinos. La próxima edición será con métodos modernos, aunque ya sin chinos naturales en su redacción.
La profesora Montes de Oca confiesa que reconstruir un “barrio chino sin chinos” puede ser una falacia, pero los descendientes tienen el orgullo de esos antepasados, por el estereotipo cultural construido de laborioso, honesto, emprendedor e inteligente.
“Es una población que se siente orgullosa de haber tenido un barrio chino y que le encantaría volver a tenerlo, aunque por sus calles los que caminen son los descendientes, o cubanos (…) que quieren ver que hubo algo chino en Cuba”, agrega.
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