La Revolución es inconstitucional
El 52 es el artículo en la Constitución cubana que reconoce el derecho al libre movimiento. Es el blindaje fundacional a la ciudadanía en la fuente principal de derecho. Es la voluntad del pueblo convertida en figura constitucional para fijar y dar certezas en el nuevo contrato social a un derecho y sobre unos límites. Derecho para los ciudadanos, límites para el Estado. Hasta que la voluntad política del partido único destruye la voluntad general de la sociedad.
La base de este retorcimiento político de un ordenamiento constitucional parido desde el mismo partido único es la llamada Revolución. También el marxismo-leninismo, pero este ya no tiene operatividad política o intelectual en el mundo de hoy.
De fuente de derecho viva instaurada por un proceso rupturista, la Revolución liquida la noción de ciudadanía al imponer una copia de las reglas del juego estalinistas; noción que ya no logrará recuperar en las sucesivas reinvenciones legales o constitucionales que ha venido realizando. Su dilema es autoliquidarse frente al regreso del ciudadano o impedir que este retome su espacio natural, legítimo e instituyente dentro de cualquier arquitectura constitucional moderna. Esto último es lo que justamente ha hecho.
El amago performático del partido total no fue muy creativo: intentar que creamos que el sujeto de los derechos constitucionales es el ciudadano, cuando en realidad lo es aquel a quien considera revolucionario extendido en su condición de comunista. De modo que cuando el artículo 52 plantea: “las personas tienen libertad de entrar, permanecer, transitar y salir del territorio nacional, cambiar de domicilio o residencia, sin más limitaciones que las establecidas por la ley”, el texto invisible y profundo dice: “los revolucionarios, comunistas, tienen libertad de…”. Aunque siempre hasta nuevo aviso.
Y esta lectura política convierte a la Revolución en inconstitucional, a pesar de que, básicamente en el ámbito de los inversionistas extranjeros, se quiera creer lo contrario. Y por tres motivos. Porque reduce la ciudadanía a una doble condición excluyente (en un territorio donde hay revolucionarios se supone que haya gente que no lo sea, como yo), porque reconoce o limita derechos a partir de un sujeto ausente en el texto constitucional y porque otorga un poder de definición para la indefinición a un grupo que debe someterse a la Constitución, no colocarse por encima de ella.
O revolucionarios somos todos los ciudadanos cubanos, en cuyo caso la limitación de un derecho debe de estar basada en una violación “contrarrevolucionaria” fundamentada en la ley, o revolucionarios son, como en efecto, un segmento de la ciudadanía que intenta imponer contenidos políticos e ideológicos en la Constitución a modo de un papiro con escrituras superpuestas. Pero este extremo rompe tanto el sentido de igualdad constitucional como la condición pública de la ley fundamental.
Aquí comienza el problema. La gobernabilidad tiene que ser capaz de resolver la constante tensión entre el comportamiento real de los gobiernos y las implicaciones de sus actos para los ciudadanos. La importancia de las reglas de convivencia se revela clave para resolver dicha tensión. ¿Qué pasa cuando esas reglas de convivencia se conciben para todas las personas y la llamada Revolución las excluye?
Porque, sin dudas, desde el momento en que el poder de definición no lo tienen las personas sino un grupo extra constitucional y dechado de sí mismo, todos los ciudadanos quedan automáticamente excluidos, por definición, del uso de los derechos y del disfrute de sus garantías. Quien puede hacer uso del derecho de viajar hoy, quizá no lo pueda hacer mañana. O viceversa. Quien no pudo viajar ayer, probablemente lo pueda hacer mañana. Pero ya esto no es constitucional, nada tiene que ver con el Artículo 52 de la Constitución.
La Revolución instala la segregación donde la Constitución reconoce a la persona. ¿Qué es un revolucionario, sino un ciudadano? ¿Y un contrarrevolucionario? Otro ciudadano. También.
La ruptura de la nacionalidad, que comienza por el nacimiento y cuaja en la ciudadanía cívica, no encuentra reparación en un constitucionalismo republicano por la hegemonía impuesta de una Revolución agotada sobre el cuerpo naciente de la ciudadanía cultural. Cuba se está reencontrado en una ciudad cultural que no logra su remate en la ciudad política. La nación sigue a la espera.
La esencia inatrapable de la Revolución tiene su laboratorio interpretativo en un órgano, el Partido Comunista, a quien el único sujeto constitucional reconocido, la persona o el ciudadano, no puede interpelar (claro que no tendría por qué hacerlo si no se considera parte de la secta) para restituir un derecho violado cuando no se comporta como el sujeto revolucionario que debería ser, según lo entiende el Buró Político. Pero revolucionario no es un sujeto en el ordenamiento jurídico. Como tampoco contrarrevolucionario en el Código Penal.
Los comunistas cubanos, la demografía ínfima, podrán vivir este esquema de segregación con orgullo (dicen sin sonrojarse que son la vanguardia), quizá sin darse cuenta que en su captura del Estado están construyendo un sultanato, muy por detrás de las monarquías preconstitucionales, donde quien manda es el capricho.
El sultanato cubano es, no obstante, cínico. Se empeña en vender dos cosas: un orden constitucional y un espíritu de legalidad. Y carece de ambas mercancías en el mercado político por la sola razón de que coloca la voluntad del partido único por encima del comportamiento normativo. De hecho, en los términos fijados en la ley fundamental, el Partido Comunista, no solo ya la Revolución, es inconstitucional en cualquier doctrina que parta de la soberanía.
Nuestro sultanato, sin embargo, se da el lujo de quebrar constitucionalmente el único derecho no controversial dentro del catálogo de derechos fundamentales de la persona humana: el derecho al libre movimiento. Ruptura de la reforma migratoria y signo anacrónico de la impunidad que históricamente han desplegado los modelos políticos segregacionistas, que curiosamente incluyen a los que prodigan salud y educación gratuitas.
La violación desfachatada del Artículo 52 de la Constitución responde a esta lógica: a la incapacidad estructural de los partidos únicos de vivir bajo y en correspondencia con el orden constitucional que ellos mismos generan. En sus perpetuas piruetas para morderse la cola, sin ninguna otra opción, las revoluciones permanentes son aplastadas por su propia narrativa. La de su retórica y la de sus leyes.
El desafío de Cuba, que es político, y no solo para viajar, es este: o se es revolucionario o se es ciudadano. El punto de llegada de la nación posible.
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