El imperio de la vigilancia castrista: la Cuba que oculta Ramonet
Nos controlaban en masa, todo el tiempo, violando nuestros derechos más sagrados. No tenían satélites ni drones; sólo vecinos de mirada penetrante, de pie en las aceras, en los pasillos, en el autobús o a través de una ventana…
El español redondelano Ignacio Ramonet, uno de los periodistas extranjeros que más visita Cuba y que más se junta con los gobernantes cubanos -no se sabe si por amor desinteresado o por ganas de resaltar en el ambiente de la politiquería comunista-, es el autor del libro “El Imperio de la vigilancia”, de venta en la pasada Feria del Libro de La Habana.
Con ese título, a muchos pudo haberle llamado la atención el petit librito, sobre todo, porque sugiere algo que ha sufrido durante años el pueblo de Cuba, gracias al difunto Comandante en Jefe, a partir de aquel 28 de septiembre de 1960, cuando dijo: “Vamos a crear un sistema de vigilancia revolucionaria…” y fundó los Comités de Defensa de la Revolución (CDR), un organismo de control y vigilancia en cada manzana, fábrica u oficina, al servicio de paramilitares, como policías civiles de vigilancia diurna y nocturna.
Pero el librito del colega Ramonet no se refiere para nada a esa vieja historia cubana, en decadencia durante años y ya en extinción, sino específicamente a la vigilancia que el mundo pone en práctica en beneficio propio, en especial países que luchan porque vivamos en un planeta libre del veneno comunista.
Tras la oleada de oposición que hubo en Cuba a partir de 1959 por las leyes impuestas del nuevo gobierno, carentes de consulta popular, Fidel Castro se vio obligado a tomar crueles medidas de protección y no dejó de utilizar el terror de una sociedad en estado de shock para intensificar la vigilancia y, en la misma proporción, dañar nuestra vida privada. Todo eso hasta tener cinco mil fusilados, más de quince mil presos políticos, en su gran mayoría catalogados como “plantados”, renuentes a ser reeducados.
Había surgido así, por primera vez en la historia de Cuba, “la vigilancia clandestina masiva”, donde unos cubanos estaban autorizados a vigilar a sus vecinos, familiares, amigos y compañeros de trabajo con la autorización previa de la Policía Política del régimen sin necesidad de juez alguno.
Nos controlaban en masa, todo el tiempo, violando nuestros derechos más sagrados. No tenían satélites ni drones; sólo vecinos de mirada penetrante, de pie en las aceras, en los pasillos, en el autobús o a través de una ventana.
Tanta era la vigilancia que el dictador, jefe máximo de los CDR, terminó vigilado, asustado, molesto, cuando dijo, bien que lo recuerdo, que “ni en la taza de mi inodoro tengo privacidad”.
Su inimaginable Revolución, que aún estamos padeciendo, donde de un tajazo desaparecieron los Derechos Humanos, ha desbaratado completamente la mente del cubano, que hoy parece obtusa, mediocre, dormida y servil.
Y los chivatos de los CDR ¿Quiénes eran? ¿Dónde están? ¿Acaso son esos indisciplinados que menciona constantemente el presidente Díaz-Canel, mientras que el desarrollo económico del país continúa estancado? ¿Acaso utilizaban esos viejos métodos de hilos eléctricos que había que disimular en las paredes o bajo los techos, o simplemente se valían de chismes chapuceros y mentirosos, para ganar méritos y limosnas?
¿Cómo asumir ahora la humillación del fracaso, tanto por parte de la tiranía castrista, como de aquellos que colaboraron como soplones voluntarios para que nuestro país diera tan mal ejemplo, y terminara así, como lobos solitarios, pidiendo a gritos ayuda ante una muerte torpemente lenta, agónica, la que se merecía?
En el librito de Ramonet no se analiza esta historia, ni siquiera a favor de tantas víctimas.
Fuente: El Imperio de la Vigilancia, por Ignacio Ramonet, Editorial José Martí, 2018.
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