Los cubanos y el racismo: el problema está en otra parte
La mayoría de los cubanos que exigen justicia por la muerte de Floyd, han ignorado la violencia que el régimen castrista ejerce sobre sus ciudadanos
LA HABANA, Cuba. – No deja de sorprenderme la diligencia de los cubanos para interesarse por los problemas ajenos y especular sobre sus posibles soluciones. La muerte de George Floyd y el debate acerca de la discriminación racial en Estados Unidos han preocupado notablemente a una ciudadanía convencida de que en Cuba no podrían ocurrir incidentes similares, porque si bien es cierto que hay racismo, éste trae una pátina de jocosidad que lo vuelve “casi inofensivo”.
Sobre el largo historial de abusos cometidos por la Policía Nacional Revolucionaria (PNR) en el ejercicio de sus funciones, poco saben los insulares, aunque varios de estos episodios han tenido desenlaces fatales. La población, a diferencia de lo que ocurre en Estados Unidos, no se ha enterado masivamente de los detalles porque los medios oficiales de comunicación se pliegan a la política gubernamental de silenciar tales sucesos, incompatibles con un sistema que se presume garante de los derechos civiles.
Para el común de los cubanos la proyección racista de los oficiales de policía se limita al muy criticado hábito de pedir el carné de identidad y revisar la mochila de los ciudadanos negros, convertidos by default en sospechosos de cualquier crimen. Pero la discriminación racial como práctica -consciente o no- manifiesta en el escenario nacional, adquiere un fuerte matiz político que impide su debate abierto en el seno de la sociedad cubana, especialmente por temor a ser tachado de opositor a partir de una actitud reivindicadora que entraría en contradicción con los fundamentos de la Revolución Cubana.
La mayoría de los que hoy exigen justicia y tolerancia al gobierno de Estados Unidos a raíz de la muerte de Floyd, han elegido ignorar la violencia que el régimen de La Habana ejerce sobre cualquier ciudadano que disienta políticamente o reclame el derecho de las plataformas civiles autónomas a coexistir junto a las entidades del Estado supuestamente encargadas de viabilizar cambios para el mejoramiento social. En tal sentido, solo un número muy reducido de cubanos conoce la ardua lucha de grupos independientes que han intentado poner bajo el foco de atención la problemática racial, eternamente postergada.
La Cofradía de la Negritud —fundada en 1998— fue uno de los proyectos impulsados por la sociedad civil para abordar los prejuicios raciales y las prácticas discriminatorias que habían permanecido latentes desde 1959, agravados en el denominado “Período Especial”. Durante años presentó su solicitud al Ministerio de Justicia para inscribirse en el Registro de Asociaciones, recogiendo negativas hasta que en 2017 les prohibieron formalmente realizar sus actividades.
Con esa decisión quedó proscrita la iniciativa más abarcadora en torno a la problemática racial en Cuba. Tras su estela otros proyectos han sido igualmente desoídos, acusados de atentar contra la unidad nacional por encarar un problema cuya existencia el régimen sigue negando. Hoy el tema de la discriminación racial flota en el sopor de los encuentros teóricos sin que se alcancen resultados alentadores en la práctica, a pesar de que en los últimos años se han ampliado ostensiblemente las diferencias entre negros y blancos en cuanto a poder adquisitivo, emprendimiento y representatividad a nivel institucional, social y político.
El racismo es un fenómeno estructural en Estados Unidos y dondequiera que un africano fue llevado por la fuerza para ser sometido a explotación. La esclavitud se sustentó sobre un principio de superioridad y desprecio hacia el otro, a tal punto que más de un siglo después de erradicada la práctica, las sociedades intentan desembarazarse de su lastre mediante la creación de leyes que garanticen derechos e igualdad. Es más sencillo, no obstante, modificar el orden social que la subjetividad, y los cambios que deben producirse en la conciencia colectiva para que la sociedad pueda entenderse como tal, sin distinciones de raza, no pasan necesariamente por culpar a los blancos de no estar haciendo lo suficiente.
Resulta demasiado fácil apelar al trauma antropológico y a la larga lucha por la reivindicación de los derechos de los afrodescendientes para justificar el vandalismo como respuesta a los supuestos “privilegios de blancos”. Requiere mucho coraje admitir que el conflicto también pasa por la percepción que se tiene de uno mismo, y que la autocompasión y la automarginación, conscientes o no, son actitudes inherentes a las llamadas minorías.
Cuba no es la excepción. Al racismo estructural se añaden la negación del problema como política de Estado y la implementación de soluciones epidérmicas para zanjar la discusión. Cada vez que el tema racial sube de tono, la televisión cubana incorpora presentadores “de color”, esquivando así la bola del racismo institucional.
Sin embargo, la presencia de comunicadores “afrocubanos” en el noticiero no contradice el elevado número de negros y mulatos que conforman la población menos calificada del país. Por el contrario, subraya la fuerte racialización del ámbito profesional por constituir la excepción de la norma, la digresión en la visualidad tradicional, el negro sentado en la silla que por años han ocupado Teresita Segarra, Laritza Ulloa, Agnes Becerra, Talía González, Froilán Arencibia y hasta Rafael Serrano, que tiene de congo pero pasa por mestizo claro.
De esas pinceladas no se percatan los cubanos, porque las “leves” manifestaciones de racismo que persisten en el país y la escalada de la represión en el contexto marcado por la COVID-19, palidecen ante los ocho minutos de agonía que sufrió George Floyd bajo la rodilla de Derek Chauvin. Quizás prestemos atención a nuestras singularidades cuando lleguemos a ese punto de crueldad escandalosa, que no debe andar muy lejos considerando el ambiente de crispación social y las hordas de policías que diariamente patrullan las calles.
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